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Nel mezzo del cammin di nostra vita

mi ritrovai per una selva oscura…

Dante, Inferno

 

Siempre he machacado sobre la idea que sólo un creador visual –algo extensible a cualquier manifestación- es digno de tal apelativo cuando no importando el medio utilizado (o mejor, importando con determinada relatividad), tiene la capacidad de urdir proyectos cuya relación entre sí no se asienta en directrices formales preestablecidas u obsesiones temáticas donde la recurrencia –al contrario de lo que casi todo el mundo cree- produce un agotamiento (aburrimiento podría ser un sinónimo perfecto en estos casos) del motivo discursivo.  El talento para desarrollar una idea mediante el abordaje de una manifestación que refrende la primera en esencia y no en apariencia es virtud de pocos, y Alejandra Mastro se encuentra entre éstos.

 

Cada nuevo proyecto emprendido se constituye en una especie de sorpresa para quienes conocen de trabajos anteriores.  No sólo por las diferencias entre los mismos con relación a técnicas, concepción espacial, formatos, etc. -de lienzos a objetos, de objetos a instalaciones…-, o a los ejes temáticos que los soportan conceptualmente, sino además en la manera en que cada nueva exposición se estructura a nivel connotativo y cómo éste se funde con aspectos formales para discursar estrictamente sobre lo que se pretende.

 

Dicha pretensión en el ámbito de lo comunicativo, es el caso de la presente muestra, establece cierta distancia con exposiciones anteriores.  Las piezas, despojadas de cualquier interferencia distractora, son directas; mejor aún, son esencia.  Tan naturales como la naturaleza misma, su carácter referencial se instituye mediante la obviedad, en el sentido de “no hay nada que esconder” o “lo que ves es lo que ves”, y el re-descubrimiento (tanto de ese Courbet provocante y motivador, sorprendente según lo que de él nos ha impuesto la historia del arte, como el ojo que evidenció lo que las instantáneas ofrecen).  La esencia, asimismo, es intrínseca a nivel denotativo, bastando la interacción lúdica de luces y sombras para el logro de una entronización expresiva de la imagen en y por sí misma.

 

Resulta asimismo interesante, la manera de concebir las imágenes y el quehacer fotográfico, alejados de la idea que por mucho tiempo primó en la fotografía contemporánea, que sobrepujaba la excelencia en la factura –los aspectos técnicos de la manifestación- en desmedro, muchas veces, de lo que comunicaba la imagen, algo que Alejandra Mastro tiene muy claro con relación a la intencionalidad simbólica de sus piezas.  Por otra, el total acierto con referencia al montaje, el cual intensifica la elocuencia del conjunto y, además, obliga al espectador a patentizar el voyeurismo circunstancial a la condición humana, que se manifiesta en la perspectiva manejada de la obra de Courbet, en las mismas cajas de acrílico que enmarcan las fotos, y hasta en el propio diseño de este catálogo.

 

Finalmente, eludo, con todo propósito, cavilaciones relativas a la sinestesia o a las relaciones posibles –incluido erotismo, por supuesto- entre imagen e imaginación.  Esto va por cuenta del espectador.  Las piezas hablan por sí solas.  Sólo deseo apuntar que todos los orígenes se interconectan constituyendo mundos paralelos y se condensan mediante la palabra (<<En un principio fue el verbo…>>).  Así, nada sorprendente que a cierta zona del cuerpo a la que se puede atribuir connotaciones eróticas se le llame “Monte de Venus”, que según el Diccionario Ilustrado de Voces Eróticas Cubanas (Celeste Ediciones, Madrid 2001), “tallo” y “palo” sean sinónimo de pene, y “ser un palo” se le llame a una persona diestra en los manejos del sexo; “vaina” (cáscara donde están encerradas las semillas de algunas plantas), voz ya en desuso, se utilizó para referirse al coito; que “espesura” se relacione con la abundancia de vello púbico; y que, a fin de cuentas, para muchos el origen del mundo –o de la especie humana- tuvo su inicio en un árbol del que colgaba, inocentemente, una fruta prohibida. 

 

Ariel Ribeaux

enero, 2003

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