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EL IMPERIO DE LO INVISIBLE

 

Yo soy porque tú me miras.

Nicolás de Cusa

 

No se mira más que para ser mirado.

George Didi-Huberman

 

 

El título de esta serie de Alejandra Mastro, El imperio de la mirada, constituye sin duda una cita de El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima (1976) que, a su vez, alude a El imperio de los signos, de Roland Barthes (1970). Estas coincidencias no son inocentes, como nada es inocente en el juego, esencialmente perverso, de la mirada que demarca y sostiene el imperio del arte.

 

Estas sucesivas remisiones del título de la obra instalan de entrada una apuesta específica: la escenificación no sólo de los litigios de las miradas, sino del conflicto de la representación. Por una parte, Alejandra presenta el recurso extremo de la ficción dentro de la ficción: lo que aparece en escena es el cuadro de otra escena. La referencia de las escenas “reales” se desorienta, se extravía. Resulta importante considerar el lugar oculto desde donde la artista espía: un lugar fijo, casual, furtivo. Por otro lado, cuenta el espacio que no aparece en la mira fotográfica; si lo mostrado es siempre un fragmento, el resto desafía el deseo de la mirada, deviene imagen omitida, acontecimiento velado y, por lo tanto, apremiante. Imperioso, en el sentido en que Adriana Almada usa ese término para referirse a la obra comentada.

 

Ahora bien, ninguno de estos espacios se manifiesta: la regla de la representación exige que el “fuera de escena” pueda ser sólo delegado, aludido; nunca presentado. No se puede salir del espacio de la representación para verificar lo que hay afuera: sólo cuentan las sombras de una realidad escamoteada y, por ende, tramposa. En La ventana indiscreta de Hitchcock, referencia ineludible para esta obra, el personaje Jeff no puede salir de la habitación para constatar la “verdad” del otro lado (como no puede salirse del cuarto de Descartes, la caverna de Platón, el Etant donnés de Duchamp; el Panóptico de Bentham, en parte). El mundo externo sólo da cuenta de sí a través de puras imágenes, que tergiversan o postergan la realidad que aseguran mostrar.

 

Tal desencuentro –inherente a la representación– entre lo oculto y lo mostrado, abre un punto vacío que perturba el campo de la mirada (la mancha de Lacan, el punctum de Barthes). Y ese mínimo alfilerazo de desazón que perfora el espacio del arte, es lo que azuza el deseo de la mirada: la fascinación, el aura, el insaciable “apetito del ojo”. La mirada cae en la trampa de su irresolución cuando advierte que hay algo más de lo que aparece en escena. El plus invisible de visibilidad sustraída alienta una búsqueda, pero también instala una amenaza. Es el principio de lo siniestro freudiano; lo Unheimlich, “la inquietante extrañeza” producida por una inminencia que oscurece el devenir cotidiano. Lo desconocido, lo que no está presente pero apremia desde su no-lugar, impide cerrar el cuadro de la representación, protegerlo de la contingencia de lo que aguarda afuera. (Si Alejandra hubiera mostrado la escena entera, si hubiera completado los datos del suceso, habría convertido el acontecimiento en anécdota, eliminado la mancha, anulado la distancia aurática: habría aplacado el hambre de la mirada).

 

Lacan opone la visión a la mirada: el ojo depende del sujeto, la mirada busca el objeto. Pero, en cuanto este objeto a su vez me está mirando, y en cuanto se encuentra ineludiblemente marcado por otra mirada (la mirada nuestra es siempre la del otro), todo se complica: ya no vale el esquema transparente según el cual un sujeto simplemente mira una cosa y la ve como se presenta. Cuando entra de por medio el deseo, seguido de cerca por la culpa, se descalabra la lógica de la visión: se cruzan las posiciones, se desata el juego de las identificaciones, se objetivan los sujetos y los objetos se interiorizan.

 

Los brumosos terrenos del imperio de la mirada se estremecen y se crispan cruzados por contradicciones; fluctúan por el intercambio de papeles y de máscaras, por el reflejo tramposo de ilusiones y espejismos; ven erosionarse sus suelos, removidos por deslizamientos de significados y estremecidos por impulsos alegóricos. Es el imperio de la imagen, el teatro de la representación: la artista fisgona se identifica con los personajes esquivos que aparecen en las ventanas (Lacan dice que el voyeur busca su propia mirada en el cuadro); el espectador de la obra delega su mirada y, al espiar a quien espía, intenta también cruzar la ventana y deviene, así, objeto observado, personaje fragmentado por el ángulo fotográfico. Inmovilizados todos por la pura actividad de mirar. La Medusa petrificada por su propia mirada.

 

Las doce fotos impresas sobre tela, expuestas junto a cinco videos, recurren precisamente a la técnica fotográfica por su paradigmática posibilidad de fijar el instante, de sustraerlo al imperio del tiempo. La foto es una prueba: puede inscribir el testimonio, el indicio documentado de un suceso sospechoso (la inminencia de un crimen, pendiente sobre la más inocente de las escenas). Pero las fotos se miran a sí mismas desde la pintura. Este rodeo responde no sólo a una cita del pictorialismo, sino a la necesidad de reforzar el “señuelo de la mirada”: la fotografía se disfraza, simula un medio distinto, asume los recursos de la pintura, para espiar a Hopper quizá. O para construir composiciones plásticas y diagramas geométricos que sostengan el documento gráfico y le presten la táctil carnalidad del pigmento, la “animación interior” de la pintura (Hegel). Los tonos, matices y pátinas se sobreponen a la superficie gráfica, pero no anulan el poder de la fotografía. Los sucesivos mirantes se encuentran fijados por la mirada fotográfica que vigila clandestinamente sin saber que, a su vez, está vigilada.

 

 

Ticio Escobar

29 de junio, 2012; Asunción.

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